Ya hace muchos siglos, el conocimiento del origen de la vida interesó profundamente al hombre. Careciendo de base científica, predominaron las teorías filosóficas, destacando claramente la teoría de la generación espontánea. Según ella, todos los seres vivos nacen espontáneamente de la materia orgánica en descomposición, o bien de la materia mineral cuando se encuentra en determinadas condiciones. Aristóteles admitía que, en general, los seres vivos se originan de otros seres vivos semejantes, pero que igualmente pueden generarse de la materia inerte. Toda la Edad Media acusa una gran influencia aristotélica, y por tanto, la creencia en la generación espontánea incluso se enriquece. También en el Renacimiento se sigue admitiendo la teoría, hasta en personajes de la talla de Descartes (1596- 1650) o Newton (1642-1727). El primero en enfrentarse al dogma es el italiano Francesco Redi (1626-1697), quien, cosa infrecuente en la época, recurre al método científico para comprobar la teoría. Con sus experimentos, demuestra la imposibilidad de crear vida a partir de la carne en putrefacción: los gusanos que aparecían sobre la carne de los frascos destapados provenían simplemente de los huevos que las moscas habían depositado sobre la misma.
La controversia, sin embargo, continúa hasta llegar a Pasteur (1822-1895), cuyo gran mérito estriba en zanjar definitivamente la controversia, demostrando de una vez por todas la falsedad de la generación espontánea. Mediante sus observaciones al microscopio, Pasteur demostró que en la fermentación del vino y de la cerveza intervenían microorganismos vivos como elaboradores del fermento; es más, descubrió el remedio para evitar el avinagramiento del vino, sometiéndole a un calentamiento lento hasta alcanzar una temperatura tal que los microorganismos productores del fermento no pudiesen vivir. Este proceso, que después se ha generalizado en su aplicación, es conocido en su honor con el nombre de pasteurización.
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